La
fe
Hace algunos años estuve, muy
grave, internado mucho tiempo en un hospital.
De allí salí con muchos kilos
menos pero con un tesoro de cosas aprendidas guardadas, para siempre en el
corazón, y la tarea de recuperar fuerzas para continuar viviendo.
Una de las cosas importantes
que aprendí es que es muy fácil entrar a un hospital pero es muy difícil salir.
Estuve mucho tiempo postrado
en una cama y mi vida transcurría en la incertidumbre de no saber si mañana
amanecería vivo o no vería nunca más amanecer.
Al otro lado de la habitación
estaba la ventana y se veía un pedazo de cielo, de invierno, que llovía a veces
y entonces me daban ganas de llorar.
Nunca pensé que algún día no
iba a ser capaz de caminar hasta la ventana. Ni siquiera de bajarme de la cama.
Ni siquiera de comer por mi mismo.
Una joven enfermera lavaba mi
cuerpo y al comienzo tuve vergüenza de eso pero después me acostumbré.
Mientras hacía su trabajo me
decía que tuviera fe porque la fe era el mejor y más potente remedio que había
en el hospital y era tan poderosa que seguramente, si yo la tenía, me sacaría
de allí.
Me daba mis remedios y me
decía que los tomara con fe para que hicieran su efecto sanador.
Repasé mi vida y descubrí que
había hecho muy poco por los demás.
Un día mi esposa me dio un
beso en la frente y aprendí que no estaba solo.
El doctor pasaba en la
mañana, me auscultaba, recetaba el tratamiento para ese día, ponía y sacaba
medicamentos y me decía que tuviera fe porque la fe era el remedio más potente
que había en el hospital.
Una paciente de la sala
contigua, que ya podía levantarse, me venía a ver y me decía que tuviera fe y
que ya me iba a mejorar.
¿Por qué esa palabra? ¿Por
qué tanta repetición de esa palabra? ¿Será acaso porque es verdad que “no hay
ateos en las trincheras” y ese es un lugar de desesperación?
Hasta mi cama llegaron tipos
con la Biblia en la mano, chamanes con hierbas medicinales, sanadores con
plegarias, inciensos y velas, mujeres vestidas con túnicas de color violeta y
con invocaciones a los “Maestros Ascendidos” (¿?).
Prohibí que vinieran pero
siguieron viniendo y, al fin de cuentas, no sé qué fue lo que me sacó de allí.
Era terrorífico el momento de
la medición diaria del nivel del veneno que había en mi sangre, que comenzó un
día a bajar, lentamente, hasta que llegó el momento en que permitió que me
sometieran a una intervención quirúrgica que me salvaría la vida.
Así entré, un día, a al
quirófano rezando el padrenuestro y salí de allí haciendo lo mismo.
Estuve en la sala de
recuperación, esperando no morirme, y volví a mi habitación y a mi cama sin
saber que pasarían tantas semanas antes de volver a casa.
Sufrí dolores, vejaciones,
malos tratos y cariño, mucho cariño.
Volvió la enfermera, volví a
ver la ventana, que ahora parecía más lejos que nunca, y pensé que jamás
saldría de allí.
Después regresaron los
curanderos, los rezadores, los místicos, los brujos, los echadores de cartas,
los encendedores de velas e inciensos, los recitadores de fórmulas mágicas,
etc.
Se trataba de mi recuperación
y había que recuperarme (¿?). ¿Para qué? Entiendo a mi gente, pero no a esos
tipos ni a esas mujeres que yo jamás había visto y que desplegaban tal cantidad
de parafernalia que, cuando se iban, yo buscaba mi ser interno y sentía alivio
cuando algo me decía que todo iba por buen camino.
Entonces llegaba la enfermera
y me decía que todo estaba bien y que tuviera fe. Entonces llegaba el médico y
me decía que todo estaba bien y que tuviera fe. Entonces recordé un libro que
tiene como título las palabras “Mágica fe” y decidí leerlo apenas me fuera
posible. (Hoy ocupa un lugar de privilegio en mi biblioteca porque tiene un tremendo
significado para mí).
¿Existe la fe? ¿Es algo más
que un placebo? ¿Es verdaderamente mágica? ¿Será verdad que teniendo la certeza
de que “eso” va a ocurrir, ocurre?
Fragmento "El Vuelo Del pensamiento" de T.F.
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