lunes, 15 de septiembre de 2014

LA ESPERA.


2182. Por debajo de mi puerta, silenciosamente, se desliza un papel, doblado en cuatro. Serían las cinco de la tarde.

2183. Lo levanto, pensando en cualquier cosa y siento miedo.

2184. Alguien garrapateó unas líneas, con tinta roja, y se atrevió a llegar hasta la población, donde un día recibimos, por obra y gracia de nuestro Presidente, nuestra primera casa.

2185. Mis ojos cansados, de la noche sin dormir, se negaban a ver.

2186. “No te asiles, compañero, te necesitamos”.

2187. ¿Quién escribió eso? ¿Quién se arriesgó a morir y llegó con esas líneas hasta donde ya estaba?

2188. Afuera sonaban los balazos y se oían carreras.

2189. Yo ni siquiera había pensado en el asilo. ¿Por qué tendría que hacer eso?

2190. Así empezó la espera y mientras quemaba la nota recibida sentí que había gente conmigo y que no estaba solo.

2191. Reuní a mi familia y les dije: "No me moveré de mi casa, me prepararé y esperaré, porque deben saber que más tarde o más temprano vendrán por mí. Entonces, no sé si volveré. Quiero que sepan eso y que no lo olviden nunca. Mi único delito es haber creído en una idea de justicia. Cuando me lleven me acusarán de horrores que Uds. no imaginan. Nada de eso es cierto. Nada".

2192. No sé si mis hijos entendieron, pero los ojos de mi compañera, se llenaron de lágrimas.

2193. Ninguno me pidió que huyera, que me escondiera, o que corriera. Respetaron mi decisión y, desde estas líneas, pasados tantos años, les agradezco esa prueba de confianza.

2194. Nadie, absolutamente nadie, ha creído en mí, como creyeron ellos, en aquel tiempo de infierno y muerte.

2195. Así comenzó la espera. Me vestí calcetines de lana, zapatos gruesos y gruesos pantalones. Sweater para el invierno, tejido por las manos de mi mujer obrera, y un abrigo pesado, muy pesado.

2196. La Radio y la Televisión difundían noticias escasas y sólo las bandas militares resonaban, en mis oídos, más fuerte que el cañón.

2197. Se acabaron todos los derechos. Y yo esperaba. Se amontonaron los cuerpos de los muertos, detrás de la muralla del Cementerio Metropolitano. Y yo esperaba. Mis hijos no iban a la Escuela. Y yo esperaba. Enfundado en mi abrigo, pesado y grueso, yo esperaba.

2198. Amaneció un día. Amaneció otro. Dormíamos a ratos. Los niños preguntaban. Sonaba la metralla y agujereaba ventanas y paredes.

2199. Dormíamos en el cuarto de baño, abrazando a los niños. Alguna bala loca podría hacerles daño, como mató al hermano de aquel hombre sencillo con el que trabajé, en algún escenario y que una vez, algún tiempo más tarde, me culpó de su muerte, de dolor, nada más.

2200. Once días exactos, después del once, fui llevado al infierno.


2201. Había llegado la hora.

(Continuará...)

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